"Damas y caballeros, buenas noches y bienvenidos", retruena una voz masculina desde la torre de bocinas detrás de mí. Por encima de la música suena una cacofonía de efectos sonoros: lásers, sirenas, explosiones, motores de jet. Un arcoíris de luces se refleja en las densas nubes de humo por sobre las cabezas de las 1,000 personas que se amontonan bajo la gran lona.

A mi izquierda, un círculo de gente. Un hombre en camisa blanca de vestir hace girar a su pareja bajo la luz amarilla de un reflector. Están bailando al éxtasis de la cumbia "En la lejanía", un clásico de 1969 del legendario grupo de música tropical los Wawancó.

Frente a mí, un grupo de jóvenes logra llegar hasta la barrera de metal que está delante del escenario. Compiten por la atención del sonidero, Sonido la Conga, la estrella de la noche. Le pasan a su asistente papelitos con mensajes escritos a mano, quien los lleva hacia el escenario y los sostiene en el aire frente al sonidero para que los lea.

El DJ baja el volumen de su mezcladora, toma el micrófono y lee uno: "Un saludo para Luis y Daniela de su papá, Edgar, ¡quien nos visita desde Toluca!" Presenta la siguiente canción, dispara algunos efectos sonoros y el baile sigue.

La fiesta tiene lugar en una calle que los vecinos cerraron. Desde los techos y balcones de los alrededores algunos niños observan. No hay cover ni guardias de seguridad y la lona está rodeada de puestos de micheladas gigantes. A lo lejos, y de vez en cuando, se ven aviones despegando o aterrizando en el aeropuerto internacional de la Ciudad de México, que está a tan sólo seis cuadras. Peñón de los baños, colonia proletaria, es uno de los lugares esenciales de la cultura sonidera de México, con una tradición de DJs que se remonta a la década de 1950.

No todas las fiestas de sonideros son espectáculos apabullantes. Hay DJs sonideros grandes y pequeños; algunos tocan en fiestas de cumpleaños locales y otros hacen tours por todo el país en camiones de 16 llantas retacados de bocinas. Algunos de los DJs jóvenes tocan más música moderna y electrónica que los sonideros tradicionales, mientras que algunos puristas mayores sólo tocan música de los años cincuenta y sesenta. Hay coleccionistas de discos obsesivos que reparan sus propias tornamesas y fans casuales que ni siquiera tienen un controlador de DJ. Como en cualquier entorno musical, el universo sonidero abarca multitudes.

¿Qué es lo que hace que un sonidero sea un sonidero? Los gustos musicales varían pero suelen compartir algo en común: la cumbia. El género, nacido de la mezcla de músicas africanas e indígenas de Colombia en la primera mitad del siglo XX, ha generado innumerables variedades por todo el continente americano.

Tenemos el tañido psicodélico de la cumbia peruana de la década de 1970, a veces llamada chicha, que empalma guitarras de surf rock con ritmos más tradicionales. También está el antiguo sonido folclórico de grupos colombianos como los Gaiteros de San Jacinto: un estilo que regresa a las raíces con flautas de madera y tamborines. Está la cumbia villera de los suburbios argentinos, una variación con exceso de sintetizadores que, al igual que el rap de gánsters o el reggaetón, tiene mala reputación por sus letras vulgares.

El término cumbia sonidera suele referirse a varias generaciones de música mexicana, pero su iteración actual incluye más software que instrumentos en vivo. Esta ramificación particular, caracterizada por melodías de sintetizador tan coloridas que rayan en la caricatura, se captura perfectamente en la excelente compilación del año pasado: ¡Un Saludo!—Mexican Soundsystem Cumbia In Los Angeles.

Algunos sonideros tocan más salsa cubana que cumbia colombiana. Algunos sólo tocan rolas de bandas de cumbia mexicanas. Otros tocan remixes de música electrónica con samples de clásicos de la cumbia. Sin embargo, como regla, la médula de esta tradición es el inconfundible ritmo de cumbia de la guacharaca, un tubo vacío que se raspa con un tenedor para generar la base rítmica del género: chun-chaca-chun-chaca. Las melodías, dulces y potentes, como un postre empalagoso, son lo suficientemente sencillas como para que uno las termine silbando después de haberlas oído una sola vez. Normalmente, la cumbia no se vincula mucho con el virtuosismo, o siquiera con la originalidad, sino con una tremenda cualidad de irresistible. A diferencia de la salsa, no requiere la musicalidad de un jazzista, sino melodías pegajosas, carisma y la habilidad de mantener el ritmo.

No hay regla que diga que uno no puede bailar solo, pero alguien que baila bien en pareja merece tanto respeto como un buen DJ. Ambos tienen su lugar en la escena y se fortalecen mutuamente. Justo como en el juego de damas, el paso básico es sencillo y fácil de aprender, pero perfeccionar las vueltas, los giros y los variados acentos estilísticos toma una vida entera.

Los sonideros que no cuentan con sus propio equipo de audio aspiran a tenerlo, y aquellos que ya cuentan con uno lo actualizan frecuentemente para sacarle más jugo. A veces los ajustan para resaltar la nitidez, pero normalmente no lo considera esencial; lo que los sonideros quieren es que suene fuerte. De entrada no es tan distinta de la cultura sonidera jamaiquina pues se trata de hombres compitiendo por ver quién tiene las bocinas más altas y quien reúne más gente. Uno se encuentra los mismos egos gigantes y las mismas broncas que generan rivalidades eternas.

Y, además, está lo que dicen: un sonidero no es sólo un DJ, también debe ser un excelente orador, un animador con el carisma necesario para mantener entretenido al público desde el principio hasta el fin del evento.

Una cuestión esencial de este fenómeno son los saludos que la gente solicita por escrito. Algunos van dirigidos a personas que se encuentran en la fiesta, normalmente fans dedicados que van a las tocadas de sus sonideros favoritos en distintas ciudades. Pero la gente también manda saludos a sus amigos y familia en Estados Unidos o Canadá. Graban el saludo en sus teléfonos y lo mandan en mensajes de audio para compartir, para decirles a sus seres queridos que están en sus pensamientos aunque estén separados por la frontera. Los promotores queman CD de las presentaciones en vivo y los venden a la salida para que los asistentes puedan enviar sus saludos por correo.

La tradición sonidera es familiar y multigeneracional. Los hijos, las hijas, los sobrinos y las sobrinas suelen integrarse al equipo del sonido de la familia antes de alcanzar la edad mínima para trabajar en Walmart. Por supuesto que también hay padres protectores que quieren mantener a sus hijos lejos de los bailes y los barrios peligrosos donde la cerveza fluye sin parar y el humo de marihuana inunda el ambiente. Pero siempre suele haber un primo mayor, o algún tío, que necesita que lo ayuden a cargar las cajas de discos y los cables.

Así es como Danny Alvarado se convirtió en Sonido Confirmación: "Al lado de casa de mi abuela tengo un tío que, desde los 13 años, empezó a trabajar con sonideros de la zona, con Sonido Bacardí, específicamente".

El sonidero de 30 y tantos años y yo estamos en la plaza principal de una colonia residencial llena de árboles llamada Santa María la Ribera, justo a las orillas del centro de la ciudad. Detrás de nosotros está el kiosco de Santa María, ícono del vecindario. Imagine un templete enorme con una cúpula de vidrio, arcos y columnas pintadas de rojo ladrillo y azul pastel. Hay un águila de bronce en la cima del domo.

"Mi tío iba a tocar allí afuera de casa de mi abuela", dice. "Yo veía las fiestas desde el techo y recuerdo que siempre me llamaban la atención. Una de mis cumbias favoritas era de los Mirlos, 'La cumbia de los pajaritos'. '¡Órale!', dije, '¡esas guitarritas!' Cuando la escuchaba en otros barrios me acordaba de la casa de mi abuela porque allí fue la primera vez que la escuché".

Su madre le dejó claro desde temprano que no debía ir a esas fiestas. "Me decía mi madre de no, 'no salgas porque llega gente muy mala en esas fiestas'", comenta. Sin embargo, para cuando cumplió 18, ni su madre pudo detenerlo y comenzó a acompañar a su tío a los bailes y a las fiestas callejeras.

Unos años después, cuando estudiaba en la universidad, Danny eligió el nombre Confirmación y decidió probar suerte como sonidero. Para su primera fiesta, su tío Chucho le llevó el equipo de sonido completo: "Estoy consciente de que fue un público bien diferente porque toqué en la escuela de Artes Plásticas, una fiesta de fin de semestre, un pedo así. La verdad es que nunca me he sentido incomodo trabajando en los dos ambientes".

Danny es una de las pocas personas del mundo sonidero que se mueve con facilidad entre ámbitos distintos. Puede tocar en una galería en una colonia de moda o en un festival de música para bailar para un montón de veinteañeros, y se siente igual de cómodo en los barrios proletarios que vieron nacer la tradición a la que pertenece.

"En un principio, yo quería tocar en el barrio, pero ya después se volvió otra cosa". Y añade: "Y me parece chido también poderme llevar un cacho de ese ambiente sonidero a otro tipo de público que no está tan familiarizado con esto pero que igual le gusta un chingo."

Danny Alvarado alias Sonido Confirmación

Por décadas, la música tropical, como la cumbia, estuvo estigmatizada. Tradicionalmente se le considera la música de las masas. Las clases altas, que suelen considerar más sofisticada la música extranjera, la desprecian. Apenas en los últimos 10 años ha resurgido un interés por ella en los jóvenes universitarios, que antes quizás escuchaban rock importado. Este lento proceso de desagravio da cuenta de muchos de los nuevos estilos híbridos que mezclan la cumbia con música moderna o electrónica.

Danny ha logrado integrar estos cambios sin perder la esencia de la tradición. Cuando algún promotor joven lo contrata para una tocada en algún club, suele mezclar la salsa y la cumbia de siempre con elementos menos tradicionales: Afrobeat, chicha peruana, cumbia electrónica y joyas raras de la psicodelia sudamericana. Pero, tal y como él lo explica, la tradición sonidera, así como se vive en una fiesta de barrio en Peñón de los baños, no es nada más ir a tocar tus rolas favoritas para un montón de gente. Un sonidero de cepa tiene una función más compleja y con más códigos. Tanto en su papel como maestro de ceremonias como de DJ (y como anfitrión de la fiesta, en cierto sentido), el sonidero está a cargo de reunir a la comunidad.

"Es muy importante para un sonidero que, cuando llega una persona conocida en el barrio, le mandes un saludo", explica, "y eso los mantiene en la fiesta. Ya hiciste saber que ellos están allí, es como brindarles esa atención de bienvenida".

Se espera que los DJs de house y techno interactúen con la gente para mantenerla a gusto. No obstante, un sonidero tiene que mostrar mayor deferencia a las predilecciones de su audiencia. Si no bailan con la música que elige, si no les gusta cómo habla y lo que dice, si no manda suficientes saludos a quienes lo solicitan, podría enfrentar un desastre que acabe con su carrera.

Danny explica la diferencia entre un DJ y un sonidero: "El DJ a veces nada más selecciona música, y a veces no le importa si les gusta o no, como que va y pone lo que quiere, pero el sonidero tiene una conexión más fuerte con su público. El sonidero es la voz del barrio. Los temas que trabaja son temas que sabe que le van a gustar a la raza, cabrón".

Algunas personas con las que hablé se quejaron de que hay mucha rigidez en la escena sonidera de la Ciudad de México. Dicen que los mejores sonideros siempre tocan las mismas canciones; dicen que no tienen un estilo personal ni un gusto distintivo, que no se arriesgan. Claro, uno puede llamarla conservadora, es una cultura que prioriza la tradición sobre la innovación y, en muchos sentidos no ha cambiado desde la década de 1980. Está comandado por unos cuantos hombres (y unas pocas mujeres) de entre 50 y 60 años, que llevan metidos en esto hasta 50 años. Son figuras enormes, colosales, que se han ganado el respeto en los barrios proletarios de México.

Los grandes, como Sonido la Conga, Sonido Cóndor o Sonido Fascinación, son verdaderas marcas, con camiones distintivos que transportan sus equipos y grandes grupos de asistentes que usan chamarras con su logo. Se puede decir que el más icónico de ellos es el hombre detrás de Sonido la Changa, sinónimo del sonidero de la Ciudad de México: Ramón Rojo.

Me toma un tiempo comunicarme con Ramón; le mando varios mensajes por Facebook y llamo a números desconectados que encuentro en Internet. Finalmente, gracias a Sonido Confirmación, consigo el número de su hija, Erika Rojo, encargada de sus contrataciones y publicidad. Ella me manda un mensaje de texto acordando una cita para el día siguiente frente a la estación de metro Tepito a las 2 de la tarde.

Para llegar, camino por la Ribera de San Cosme, una arteria vial flanqueada por túneles de lona que cobijan a vendedores de comida y productos de fabricación masiva. Hay equipo deportivo, DVDs piratas, uñas de acrílico, lencería sexy y memorias USB precargadas con MP3s de baja calidad. Casi todas las farmacias y los bancos tienen bocinas enormes en la banqueta. Están al máximo volumen, compitiendo por la atención de los transeúntes: unas con rock alternativo mexicano de los noventa, otras con salsa de Nueva York, y en las que sigue trance holandés. Las tiras de luces LED dentro de las bocinas relampaguean en rosado, azul y verde, siguiendo el ritmo de la música.

Puede parecer sobrestimulante, pero no se acerca siquiera a lo que me espera en Tepito, donde me encuentro 40 minutos más tarde. Hace calor y el sol brilla con intensidad. No ha llovido en dos meses. En el aire hay remolinos de polvo.

Fuera de la parada del metro, todo es caos: más productos pirata, más puestos callejeros, más sonidos distorsionados, más cláxones. Me toma media hora encontrar a Erika, a pesar de que ambos caminamos una y otra vez por la misma cuadra buscándonos. Me da un abrazo y me avisa que se le hizo tarde a su padre ("ya sabes cómo es el tráfico"). Me dirige a través de la multitud hasta una mesa plegable a media banqueta donde venden cerveza. Aunque es temprano, pido un litro para cada uno, es el único tamaño que venden.

Erika es simpática y escandalosa. Es muy popular en la zona y saluda a cada rato a gente que conoce. De pronto distingue a una mujer mayor con su nieta entre la gente y las llama; se preguntan por las respectivas familias y platican por un rato; después desaparecen en medio del gentío. El teléfono suena. Es su padre, quien se encuentra ya a unos cuantos minutos. Me termino la cerveza de un trago y emprendemos el camino hacia Tepito.

Ramón estaciona su sedan nuevo en doble fila. Me subo en el lugar del copiloto y Erika en la parte de atrás y salimos a todo motor por una amplia avenida hacia algún lugar más tranquilo: su restaurant favorito. Ramón Rojo, de 68 años, nació y creció en Tepito y tiene la energía de un hombre de la mitad de su edad. Con su risa grave y blancos dientes, es tan buen conversador y encantador como su hija.

Ramón Rojo, alias Sonido La Changa.

Toma media hora llegar al restaurant, tiempo en el que el teléfono de Erika no deja de sonar. Recibe llamadas de la prensa y de eventos próximos. Un promotor confirma una fecha con 13 meses de anticipo. Mientras tanto, Ramón se queja porque, a pesar de tener tres presentaciones importantes esta semana, junto con una más en la televisión y otra en la radio, sigue sin poder acceder a la mitad de sus fans: los mexicanos que están en Estados Unidos.

"Quieren a la Changa", dice. "Ya el Cóndor, la Conga, los que tienen visas, ya no los quieren. Nada más les dices la Changa y pagan lo que quieras. Si cobras 50 dólares se agotan los tickets".

Ramón ha tocado bastante en Estados Unidos, siempre en ciudades con grandes poblaciones mexicanas. Erika y él vivieron juntos 3 años en Queens; después ella se fue a vivir a California, donde viven todavía sus dos hijos mayores con su papá. "Andaba como rey", dice. "Era nomás de llegar, trabajar y volar al otro día. Los Ángeles, Chicago, Atlanta, Nueva York. Le digo que conocimos toda la Unión Americana".

Su trabajo no era legal. Siempre que cruzaba la frontera, era con una visa temporal. Luego se quedaba más tiempo y hacía presentaciones sin reportar ingresos al gobierno federal. Lo deportaron cuatro veces. La cuarta, en 2010, lo apresaron cuando estaba a punto de tomar el avión de vuelta a México. Su familia lo iba a recibir al aeropuerto, pero nunca bajó del avión: estaba en una cárcel de inmigración en Salt Lake City, Utah.

"Sólo me tuvieron allá adentro un mes", dijo como si no fuera algo importante. "Me dijeron allá en la cárcel: 'ya le sacamos su récord. Usted es demasiado conocido. Usted es un artista. ¿Que está haciendo aquí? Si todo mundo lo conoce, si es el mejor DJ de México, ¿qué pasó? Cuénteme'".

Lo soltaron. Pero ahora debe más de 10,000 dólares por multas e impuestos atrasados por el trabajo que realizó de manera ilegal. Si quiere volver a reunirse con sus fans de Estados Unidos, va a tener que juntar el dinero. La ironía es, como él mismo indica, que si tan sólo lo dejaran tocar unas cuantas veces, podría pagarlo inmediatamente, además de a un buen abogado.

"Yo cobraba por cada baile 5,000 dólares", cuenta Ramón mientras nos detenemos frente al restaurant. El adolescente del valet parking lo reconoce y corre a recibirle las llaves. "Ahora me están dando 10 por cada baile. Fíjate, hasta dónde ha llegado la popularidad mía, me están pidiendo a gritos de ir a Estados Unidos a trabajar porque les voy a dejar buenos dividendos. Pero tengo que pagar mis impuestos con tal de que me dejen trabajar, porque esto es mi vida. Y así voy a morirme, siendo sonidero".

Comemos un copioso almuerzo. Con cerveza, postre y café. Ramón se pone nostálgico y recuerda su juventud, un fan de la música en los años sesenta. Antes de que la cumbia colombiana se apoderara de México, antes de que existiera el término musical salsa. "Bailábamos que el danzón…" señala refiriéndose al elegante baile de parejas con pasos lentos y precisos, "…que el mambo y la guaracha, la Sonora Santanera y la Mantancera, discos de Bill Haley y sus Cometas, rock and roll, Elvis Presley, Glen Miller".

Los últimos años de la década de 1970 y los primeros de 1980 se reconocen ampliamente como la época de oro del movimiento sonidero, por lo menos para una generación específica. Fue una época explosiva para la música latina, cuando la salsa se estableció como el sonido dominante del mundo hispanohablante, y poderosas marcas, como Discos Fuentes de Colombia, llevaron la música tropical a un nuevo nivel de éxito comercial.

"En la época de antaño", me cuenta Ramón, " la gente verdaderamente iba a bailar. Ya no. Ahora mucha gente joven va para asaltar a los que van a bailar, o andan con su vicio de la droga. Inhalan mona", un solvente sumamente adictivo que causa daño nervioso y de órganos, "fuman mota, inhalan coca. Acabo de ver en una fiesta a unas chamacas con unas líneas en la pantalla del celular. Jovencitas, no pasaban de 18 años. Era un coctel: inhalando la coca, en otra mano la mona y en otra la caguama de cerveza, ¡era una bomba!".

Está oscureciendo y Ramón quiere mostrarme algo. Pagamos la cuenta, nos subimos al coche y regresamos a las grandes avenidas. Sigue contándome de las viejas épocas. Comenta que “en cuestión de equipo de sistema de audio, antes se invertía poco y se ganaba más; ahora veo que millones de dinero están invertidos en iluminación y audio. Entonces ahora se invierte más y se gana
menos." Es la misma crítica que he escuchado de otros sonideros experimentados: que los eventos se centran más en la magnitud de la experiencia y no tanto en la música. Es por eso que los fans a quienes no les gusta que interrumpan la música constantemente para mandar saludos organizan eventos más pequeños en las tardes de los fines de semana, y unas 30 o 40 personas se reúnen en algún parque específicamente para bailar.

"Ya llegamos," me avisa. Estamos de vuelta en las afueras de Tepito, estacionados junto a un parque lleno de basura con la mitad de sus faroles fundidos. Salimos del coche y sigo a Erika y Ramón por la banqueta dispareja y agujereada, junto a la estatua de 3 metros de Rodolfo Guzmán Huerta, alias El Santo, un famoso luchador de lucha libre de Tepito. Ramón tiene que hablar muy alto para que yo pueda oírlo sobre los tráileres que retruenan en el oscuro boulevard.

Nos detenemos frente a un mural de nombres pintados con spray en un tipografía sonidera clásica, que mezcla en partes iguales la ciencia ficción antigua, el grafiti y el heavy metal en sus inicios. "Hicieron este mural para que todas las personas que pasen por aquí vean los personajes que han llevado por todos lados el nombre del barrio de Tepito", explica.

Está Adalberto Martínez, mejor conocido como Resortes, actor y bailarín aclamado por haber inventado el moonwalk 40 años antes que Michael Jackson. Está Cuauhtémoc Blanco, leyenda del futbol que después se convirtió en alcalde de Cuernavaca, una ciudad a una hora de la capital. También aparece Octavio "Fomoso" Gómez, campeón peso mosca de boxeo que compitió en todo el continente americano. Y está Sonido la Changa, razón por la cual me trajo Ramón, quien irradia alegría.

"Para el día que ya no esté aquí en este mundo", dice, "existe una huella de uno de los pioneros del ambiente sonidero, que rebasó fronteras y llegó a toda la Unión Americana. Y mira, aquí estamos en mi barrio. De aquí soy, aquí nací y aquí, algún día, moriré".

Familia, tradición, comunidad: pilares sobre los cuales descansa la cultura. Se podría hacer la misma generalización de México en su totalidad, un país que, en tantos sentidos, abraza valores antiguos. Desafortunadamente, uno de los valores antiguos de los que la escena sonidera no parece poder librarse es su mentalidad masculina.

"Todos dicen: '¡Ay! ¿Existen las mujeres sonideras?' Sí, sí existen", dice Marisol Mendoza, promotora y activista cultural que dirige un proyecto llamado Musas sonideras. Estamos sentados a la sombra del Monumento a la Revolución, un arco triunfal de más de 60 metros, con pilares de piedra y domo de cobre.

"Existen desde los años sesenta", me cuenta. "Aun así, no hay muchas. En el proyecto hay 43 mujeres, en comparación con el millón de sonideros que hay entre México y Estados Unidos".

Se reconoce a Sonido la Socia, quien ya falleció, como la primera mujer sonidera de México. La Changa me contó cómo, en 1968, le pidió prestada su tornamesa y amplificador para tocar afuera de la tienda de discos de su tío. A una señora que pasaba le gustaron sus rolas y lo contrató para tocar en su cumpleaños. Fue su primera tocada.

En septiembre del año pasado, Marisol me invitó a una fiesta que organizó en el techo del Centro Cultural España. La pista estaba a reventar cuando salí del elevador a la terraza del tercer piso, rebosante de bailarines experimentados que giraban vistosamente junto a parejas amateur y otros que sólo habían ido a ver y escuchar. Los profesionales se distinguían fácilmente por sus movimientos y por los trajes de satín y lentejuelas de colores coordinados que usan en las competencias.

Una sonidera llamada la Chikis salsera estaba en los controles, apiñonada en la cabina de DJ con su banda. Haciendo honor a su nombre, tocó principalmente alegres y modernas canciones de salsa, adentrándose ocasionalmente en estilos más lentos, como la guaracha y la guajira, clásicos de Nueva York, Puerto Rico, Cuba, Colombia y Venezuela.

La Chikis Salsera

A lo largo de la noche hubo bastante cumbia rebajada, que suena exactamente como su nombre lo indica: más lenta. Se trata de un invento mexicano que consiste en tocar los discos colombianos por lo menos 8 beats por minuto más lento. A veces tocan un disco de 45 rpm a 33 rpm. Las voces de los cantantes se estiran como caramelo derretido y los acordeones comienzan a marearse como si estuvieran borrachos.

La sonidera levantaba su micrófono cada 30 segundos para mandar saludos o para presentar la próxima canción. Bajó el volumen de la mezcladora para alebrestara a la multitud y lanzó un: "¡¡¡Ahora bailemos, pero con mucho sabor!!!", junto con un sonido de láser desde su tablero, seguido por la voz de un hombre que anunciaba: "¡Ch-ch-ch-ch-ch-chikis salsera!"

Es poco común ver a una mujer tocando en una fiesta. Una tocada con puras mujeres es rarísima. "Es muy difícil ser mujer dentro del mundo sonidero", dice Marisol. "No son tan aceptadas, sobre todo porque son pocas las que tienen audio. La Chikis salsera maneja el audio de su esposo. Él tiene una trayectoria de bastantes años de sonidero. Pero es difícil porque si eres casada tienes un macho al lado también, que si te da permiso vas, si no te da permiso, no vas".

Aunque el gentío del Centro Cultural España evidentemente no se resistió, Marisol me comenta que como mujer puede ser arduo que los bailarines te tomen en serio: "Oyes comentarios como '¡ay no! Van a tocar las mujeres sonideras. No, mejor hay que irnos'. No las toman en serio. Y de verdad, no es nada chido llegar a un evento donde te dicen 'vete a lavar' o 'vete a atender a tu hombre'. Muchas veces con los hombres no hay una remuneración. ¡Y con las mujeres menos! Tienes que ser una mujer aguerrida que va contra viento y marea. Tienes que tener esa actitud de 'no me intimidas porque esto es mi identidad y me apasiona'".

El padre de Marisol es sonidero desde hace mucho tiempo, es conocido como Sonido Duende. Aunque Musas sonideras es un proyecto bastante reciente, Marisol también ha ayudado a organizar exposiciones en museos, conferencias académicas y publicaciones en línea sobre el movimiento sonidero. Ha dedicado casi 10 años de su vida a difundir no sólo a las mujeres sonideras, sino a la cultura sonidera en su totalidad, la cual, sorprendentemente, ha recibido muy poca atención de los medios, la academia y el resto de la escena musical de México.

Uno de los problemas que enfrentan en la Ciudad de México, dice, es que cada vez se vuelve más difícil encontrar espacios al aire libre para realizar los bailes. "Algunas pistas se han conservado", opina, "pero en algún momento todo se viene abajo, porque echas a perder los espacios portándote mal. Hay barrios en donde si no les das el saludo que te piden, sacan la pistola. Son riesgos".

La reacción de la ciudad ha sido obstaculizar la organización de eventos al aire libre. Intentaron meter a la gente en antros, donde es más sencillo mantener la seguridad bajo control. Pero si uno le pregunta a la mayoría de los fans, verá que consideran que los bailes deben hacerse en la calle, que no es lo mismo si los metes a un espacio privado y cobras la entrada. "Lo de la política en esta ciudad es muy difícil", comenta. "Mucho muy difícil. Es una diversión y, sí, claro que tienes derecho a la diversión, pero esa diversión no está dentro de los planes políticos del gobierno".

Uno no se encuentra a muchos extranjeros en este ámbito, razón por la cual me interesaba conocer a Mirjam Wirz, fotógrafa e investigadora suiza que ha estado documentando este mundo por los últimos ocho años. Su primer libro, Sonidero City, es una colección fotográfica que compara las tradiciones hermanas de sonido de México y Colombia. Ojos Suaves, publicado el año pasado, documenta su viaje por los distintos escenarios sonideros regionales de las provincias mexicanas, acompañando a uno de los personajes más importantes de la historia sonidera: el vendedor de discos que solía trabajar en la industria de la música, José Ortega. (Las fotos de este artículo provienen de dichos libros).

En tres viajes distintos, Mirjam y su coautor, el músico y coleccionista Carlos Icaza, siguieron la ruta que José, conocido como Morelos, les trazó por todo el país. Realizaron muchas entrevistas en ciudades como León, San Luis Potosí, Puebla y Monterrey, las cuales conforman la base de una exhaustiva historia oral del movimiento: "En todos los lugar que visitamos durante nuestro viaje, la música era un poco diferente", me informa mientras tomamos un té en un animado café del centro de la ciudad, en Avenida Balderas, a unas cuantas cuadras de donde los vendedores de discos ponen sus puestos en las tardes y en las noches. "En León, por ejemplo, ponen mucha música editada. Crean las canciones en la computadora, con base en canciones viejas. Las editan para que tenga un ritmo electrónico. También en León son muy bailadores y saben bailar mucho mejor que en otros lugares. Hay una tradición de paso doble, una secuencia de pasos muy rápidos que sólo bailan allí".

Tras ocho años impregnándose del movimiento sonidero, Mirjam acaba de inaugurarse en el baile: "Siempre me invitaban a bailar pero en Europa no se baila en pareja y cuando me invitaban yo decía que no porque no conocía los pasos. Me daba pena porque siempre era la única europea y todos me miraban. Me decían: 'Está bien, yo te enseño' y cuando empezaban con las vueltas perdía el paso y me salía mal".

Finalmente encontró al maestro correcto. "En el Peñón, los domingos, en el parque del Niño quemado, siempre va a bailar el primo de Morelos", dice. "Es un señor mayor, muy elegante, que baila muy bien. Él me enseñó. Necesitaba a la persona adecuada para aprender".

Mirjam escuchó hablar por primera vez de Morelos, quien se convertiría en el protagonista de Ojos Suaves, en 2011, justo aquí, en la Avenida Balderas. Comenzó a platicar con Jorge, uno de los vendedores de discos de música tropical de la calle. Él le dijo que, si a ella le interesaba la cumbia, necesitaba hablar con una persona. "Fuimos al día siguiente y de allí, todos los días Morelos me llevó a diferentes lugares. Conocí a mucha gente, yo tomando fotos, aprendiendo de ellos. Fui a muchos bailes, hacía entrevistas de día y de noche los acompañaba a sus bailes".

A ella le gustaba la música desde antes, pero lo que la impresionó fue la calidez con que la recibieron. "Sobre todo es la gente lo que me atrajo", explica. "Encontré a gente muy buena en el ambiente e hice muchas amistades. Son muy abiertos, muy humildes, y me llevo muy bien con ellos. Me aceptan muy abiertamente".

Un par de días después llega mi turno de buscar a Morelos. Consigo su teléfono con una amiga de una amiga, una japonesa expatriada que tiene un restaurant diminuto cerca de la Avenida Balderas. Morelos come ahí a veces cuando va a comprar o vender discos, y se han vuelto amigos con el paso del tiempo.

Nos reunimos al día siguiente para comer y llega con un estéreo en una caja de cartón: "Le voy a comentar lo que yo he vivido en mi vida", murmura con su acento de barrio. Además del acento y el caló viejo, le faltan casi todos los dientes; me acerco y, aun así, sólo entiendo la mitad de lo que dice. "Mucha gente le va a contar mentiras: 'es que mi abuelito' o 'es que mi tío', o le va a hablar de sus favoritos. No. Yo le voy a comentar lo que yo viví".

A sus casi 70 años, Morelos encarna el arquetipo del melómano que, con sus cicatrices de batalla, muestra que ya lo ha vivido todo; el tipo de gente que considera que la música ya no es lo que solía ser. Nació y creció en Peñón de los baños, el mismo barrio de la Ciudad de México, tan pobre como orgulloso, donde fui a mi primera fiesta sonidera. Apodan a esta zona "Colombia Chiquita" porque es donde la música colombiana, la cumbia específicamente, afianzó sus raíces en México. Hasta el día de hoy, Peñón es el epicentro del movimiento sonidero de la capital, con su tienda de vinilos de pura música tropical, sus enormes fiestas callejeras y sus eventos semanales más pequeños para los bailarines más serios.

"A la mejor estoy mal, pero creo que empezó cuando llegó a México Rubén Márquez, un señor de Colombia, como en el año 65 o 66". Y continúa: "Afortunadamente o desgraciadamente llegó al Peñón. No sé por qué, tal vez porque estaba cerca del aeropuerto. El señor fue quien comenzó con toda la música. Él fue el enganche".

La familia de Morelos es de comerciantes. Para la década de 1970, la música colombiana ya se había instalado en barrios como Peñón y Tepito, y la gente buscaba discos importados de grupos y solistas como la Sonora Dinamita y Andrés Landero. El hermano mayor de Morelos tuvo la oportunidad de deshacerse de los intermediarios y, en 1977, viajó a Colombia por primera vez para traer lo más nuevo de la música sin distribuidores de por medio. Comenzó a viajar con frecuencia y, para 1982, Morelos ya lo acompañaba.

Morelos

Casi 40 años después, Morelos sigue viviendo de comprar y vender discos. Por un tiempo atravesó varias veces América Central y del Sur para buscar discos tropicales raros, muchos de los cuales habían ya pasado de moda en sus lugares de origen. Ahora, debido a su edad, sólo trabaja en México, buscando colecciones abandonadas en sótanos y bodegas para luego venderlas a coleccionistas privados, sonideros y los negocios de la Avenida Balderas. Durante sus viajes hizo muchos de los contactos que mantienen unida a la escena sonidera en las diferentes áreas de México.

Morelos me cuenta que, indirectamente, también distribuía discos colombianos a los piratas de Tepito, antes de la aparición de las aerolíneas baratas, cuando los costos de envío eran inmensos y el precio de los discos importados era muchas veces más alto que los locales. Las marcas piratas, que hacían réplicas de baja calidad de discos internacionales, florecieron en el mercado negro de la Ciudad de México, particularmente en Tepito.

"Mejor, si no puedes con el enemigo, únete a él", opina. "Mira, yo en 1983 llegaba de Colombia, traía un éxito, y luego un tal Poncho decía 'ya llegó mi cartero'. No me dejaba vender, no me daban chance ni una semana, porque al siguiente día ya estaba el tema pirata. Y la gente pues se iba a lo económico. A mí me daba coraje. Así me pasó varias veces".

Morelos también logró que músicos colombianos vinieran a México. México siempre ha sido uno de los mercados de consumo más grandes de América Latina y, desde la segunda mitad del siglo XX, los músicos de América Central y del Sur apuestan por los fans del norte. Morelos trajo a una buena cantidad de estrellas de la música tropical de los años setenta y ochenta a debutar en México.

"Yo fui el que llevó el vallenato a Monterrey", dice refiriéndose a un estilo rústico de cumbia caribeña que los músicos de Monterrey han adoptado plenamente. Algunos hasta usan el sombrero vueltiao, un sombrero campesino tradicional de Colombia hecho con hojas secas. "Cuando aquí en México la moda era el paseo, y el paseo era música de caballito. Luego ya entró la cumbia".

Monterrey, una ciudad montañosa de cinco millones de habitantes cerca de la frontera con Texas, es otra de las Mecas de la cultura sonidera mexicana. Tiene su propia versión del sonido con una paleta computarizada que incluye sintetizadores y percusiones electrónicas. A los eventos suele asistir un público más joven. Es el hogar de Celso Piña, uno de los músicos mexicanos más representativos aún con vida y, sin duda alguna, rey absoluto del movimiento de cumbia local.

El éxito de Piña de mediados de los años ochenta, "Cumbia sobre el río", se infundió de nueva vida en 2001, cuando los gigantes hip-hoperos mexicanos de Control Machete hicieron un remix. Por un tiempo, a principios del 2000, fue tan popular que no pasaba una semana sin que se escucharan los acordeones y los 808 desde algún coche, tienda o club nocturno por toda la Ciudad de México. Actualmente, la canción tiene 29 millones de visitas en YouTube.

"¿De quién cree que fue la idea? ¿Quién cree que le puso 'Cumbia sobre el río'? Está hablando con esa persona".

La mesera se acerca y retira nuestros platos. Morelos, quien podría ser su abuelo, le echa un piropo y le pregunta si quiere ir a bailar. Ella sólo pone los ojos en blanco y muestra con su gesto que esto pasa cada vez que viene. Pago la cuenta y le pregunto si le molestaría ir a ver los puestos de la Avenida Balderas. Dice que no tiene nada más que hacer, así que nos ponemos en marcha.

Por supuesto, todos lo conocen ahí. Le roba un cigarro a uno de los vendedores y le dice que le dé buen precio al gringo. La mayoría de los puestos, que tan sólo son marcos de aluminio con una lona encima, cuentan con un gran repertorio de rock clásico y metal. Hay mucho hi-NRG, el género electrónico postdisco tan popular en la década de 1990 cuyo público tenía vínculos con la escena sonidera.

Un puesto en la esquina se especializa en música tropical. Morelos me llama para que vea un huacal lleno de discos de 45 rpm de donde comienza a sacar algunos. "Este es bueno, pero demasiado comercial. Lo encuentras donde sea", opina, mientras ojea una pila. Este otro tiene un lado B incomparable. Espera, óyelo". El puesto tiene una tornamesa conectada a un generador y pone el disco Toquen cumbia de 1975.

Primero aparecen los atronadores tambores. Pronto aparece el beat de la guacharaca, un conciso chun-chaca-chun, como un serrucho yendo de un lado a otro. Luego entran las trompetas y los clarinetes con toda su crudeza, potencia y definición, con una presencia tan vigorosa que sacude el cuerpo entero. Pongo el disco en mi pila y Morelos saca otro, con el cigarro a medio consumir colgando de sus labios.

Escuchamos varios más, no sólo de cumbia sino de otros estilos antiguos, algunas baladas románticas de 1950, algo de son y danzón cubanos (los ancestros musicales de la salsa), un poco de bolero, algo de jazz latino de Nueva York. El vendedor me tantea y ofrece cobrarme 100 pesos por disco, unos 5 dólares estadounidenses por cada uno. Cuando llego a casa me encuentro con que el sencillo de Toquen cumbia cuesta 80 dólares en Discogs.

"Todo está sobrepasado de precio", dice Morelos cuando le pregunto qué piensa del mercado de los vinilos. "La culpa la tienen los europeos. Arruinaron a medio mundo. Yo vendo un disco en 5,000 u 8,000 pesos y, a lo mejor, para ellos no es nada. Hay un vato de Nueva York que está loco. Se gasta hasta 15,000. Pues ha de tener mucho dinero, ¿no?".

En otros países donde coleccionar es popular, como Panamá y Argentina, añade Morelos, la inflación está peor. "Esa gente es oportunista", dice. "Me da coraje. Todos tenemos que ganarnos unos centavos, pero pues esto no es justo".

Ojear tesoros ocultos por la calle es una maravillosa manera de pasar la tarde de un sábado. Pero el verdadero cáliz sagrado (con precios proporcionales) se encuentra en Peñón de los baños, en la tienda de vinilos Discos Colombia Chiquita. En tan sólo un cuarto con un techo bajo de cemento y un letrero pintado a mano con los colores de la bandera colombiana, el lugar es un sueño hecho realidad para los amantes de la música latina: las paredes están tapizadas con discos de cumbia, salsa y rumba de todo tipo, desde los más comerciales hasta los más raros.

El dueño, Manuel Perea, también conocido como Sonido Fascinación, está revisando una caja de LP de rock que le trajo un cliente. Por la expresión de su rostro, parece que no va a comprar nada. Su hija María, una mujer de mediana edad cuyo nombre de DJ es Sonido la Morena, está en el mostrador.

"En este cuartito, irónicamente, nací yo", cuenta Manuel. "Aquí mi madre dio a luz, hace 74 años. Esta es una colonia muy popular, yo la bauticé como Colombia Chiquita en los años setenta".

Manuel Perea, alias Sonido Fascinación

Manuel, quien pertenece al salón de la fama de los sonideros pioneros de México, ha sido DJ desde 1962. Fue más o menos por esa época cuando empezó a vender discos en el tianguis, el mercado de pulgas al aire libre donde se vende de todo, desde llantas para bici hasta tenis usados y herramientas para trabajo pesado. Junto con su hermano Pablo, Sonido Arcoíris, fue uno de los primeros comerciantes de discos en recorrer América Central y del Sur en busca de música distinta de la de Colombia: Chile, Argentina, Perú y Venezuela. La familia Perea está tan establecida en Peñón (y en la escena sonidera) que, normalmente, se refieren a ella como la dinastía Perea.

"Pues es que eso ya se traía en la sangre", me platica. "Desde nuestros abuelos y bisabuelos viene y, ahora sí que formamos parte de la música. Hablar de mis abuelos es hablar de música, pero en vivo, música de instrumentos de orquestas, de conjuntos. Mi abuelito nació en 1903. En 1920 ya era un gran maestro del violín, y en esos tiempos los bailes eran con conjuntos de cuerdas pues las grabaciones en acetato llegaron hasta 1925".

La dinastía Perea no termina con Manuel. De sus ocho hijos e hijas, cinco son sonideros. De sus sobrinos, otros cinco son sonideros. El hijo de Manuel, Manuel Junior, recientemente tomó el relevo de Sonido Fascinación, y ahora lleva el legado de su padre por todo México y Estados Unidos. Actualmente, Manuel padre se dedica principalmente a atender su tienda de discos.

Le pregunto cómo van las ventas. "Estamos en una colonia proletaria, eso no ayuda mucho", dice y levanta los hombros. "Yo doy gracias por la situación geográfica; vea usted cómo pasan los automóviles. Tenemos un anuncio muy llamativo allí. Saliendo del aeropuerto, la gente se estaciona: 'oiga, aquí vi que venden discos de vinil. ¿Cómo es posible?' Mucha gente hasta los tiró, mucha gente tiró sus discos".

El negocio se mantiene gracias al renacimiento de los discos que va a todo vapor desde hace unos años. Pero muchos de los mejores discos se han perdido, comenta. Hubo una época, en los noventa, cuando los coleccionistas regalaron o tiraron discos que nunca volverán a ver. "Cuando llegó el CD, nos embrujamos mucho, yo también me contagié" dice. "Hay gente que ahora se jala de los pelos pues tenía vinilos, los remató cuando llegó el CD, y los trató como basura. Fue una cosa que nos dimos cuenta luego, que se perdió mucha música y ahora tratamos de recuperarla".

Casi cada milímetro del muro está cubierto. También las repisas. No hay sólo discos y CD, sino amplificadores, estéreos, tornamesas medio rotas, instrumentos musicales y, sorprendentemente, una cantidad de parafernalia colombiana que podría llenar una tienda de souvenirs completa. Hay una bandera colombiana con un cóndor encaramado sobre un penacho dorado, una pared entera de sombreros campesinos colombianos, una camiseta que dice "Yo ❤ Colombia". Mientras mis ojos se pierden en la mezcolanza de azul, rojo y amarillo, le pregunto sobre la conexión entre los dos países.

"Colombia es un manantial de música que nosotros necesitamos", señala, "y a la cual debemos mucho. Siempre va a quedar en primer lugar para los sonideros. Pero también hay que tener respeto por el intercambio musical. Así como nosotros nos morimos de alegría por escuchar la música colombiana, los colombianos desean escuchar el huapango, la ranchera, los boleros, los tríos. Es un intercambio cultural: tú me das, yo te doy, a ti te gusta lo mío, y a mí me gusta lo tuyo, y así."

Una introducción a la tradición sonidera

Danny Alvarado, también conocido como Sonido Confirmación, nos muestra un botón no sólo de la música tropical que escucharías en una fiesta sonidera, sino la forma en que los DJs usan su voz durante sus presentaciones, mientras animan al público con saludos y efectos de sonido.